lunes, 10 de enero de 2011

Eta, by, by


Eta ha hecho público hoy un comunicado en el que anuncia un alto el fuego “permanente, general y verificable”.

Desde que se ha conocido la nota prensa, políticos y personal de a pie nos hemos enfrascado en espulgarla para adivinar qué ha querido decir por encima de lo que dice. La mayoría de reacciones son de escepticismo. La disposición es insuficiente. Yo también lo creo. Pero la salida es complicada. Para todos. Para ellos, más porque matar es lo único que saben hacer.

Alguna vez he pensado que el proceso de descomposición ética que se ha vivido en España en las últimas décadas tiene mucho que ver con la existencia de un grupo terrorista al que nos ha costado tanto, tanto llamar por su nombre; tanto, tanto decir basta.

Yo me acuso de hacer sido complaciente con la Eta inicial. Yo me acuso y confieso que, al conocer la muerte de Melitón Manzanas pensé que se había hecho alguna suerte de justicia. Así lo sentí y así lo dije en aquel momento y en mi entorno todos estuvimos de acuerdo.

A partir de ese momento, Eta se incrustó en nuestras vidas como un parásito sanguinario e insaciable y ahí sigue. Nos ha amargado la vida, ha corrompido la vida pública, a muchas familias les ha destruido el presente y el futuro y nos ha quitado la esperanza.

Eta ha sido una constante en mi vida, en la vida de varias generaciones de españoles. En diciembre de 1970 celebraba yo la que iba a ser mi última navidad de soltera. Un grupo de amigos decidimos festejar la Nochevieja en el piso que estaba ya dispuesto para ser ocupado por la nueva pareja. Cuando terminamos la fiesta, bien entrada la madrugada, salimos a llevar a nuestros amigos en el coche del entonces novio.

Enfilamos la Nacional 1 y en el desvío hacia Fuentelcésped nos esperaba un control de la guardia civil. El conductor bajó la ventanilla y yo, que ocupaba el asiento del acompañante, le imité en un gesto reflejo, sin perder de vista al agente que solicitaba la documentación al conductor y a todos los ocupantes. Al echar mano del bolso, que llevaba a mi derecha, noté algo frío en el cuello. Un segundo guardia había metido el arma por mi ventanilla y la apoyaba en mi nuca. No sé cómo acerté a encontrar la documentación.

Los controles policiales y de la guardia civil pretendían evitar cualquier movimiento incontrolado en torno al proceso de Burgos, que se había iniciado ese mismo mes y en el que se juzgaba a los supuestos autores del atentado contra el jefe de la Brigada Político Social de Guipúzcoa, entre los que se encontraba Javier Izco de la Iglesia, acusado de la autoría material del asesinato de Manzanas.

Cuando el 20 de diciembre de 1973 el coche de Carrero Blanco voló por encima de la residencia de los jesuitas de la calle Serrano de Madrid, mi madre viajaba desde Mallorca cargada de regalos para mis hijas. A mí me preocupó la seguridad de mi madre y no me cuestioné la licitud del magnicidio. Después de todo, Carrero era el depositario del legado político de Franco y yo era contraria a Franco. Me pareció que los autores del atentado habían colaborado a establecer una cierta justicia histórica.

No hay nación ni tierra ni país que valga el precio de una vida humana. Algunos nacionalistas aún son reticentes a afirmarlo así. Y a muchos comprometidos sinceramente con la izquierda nos ha llevado demasiado tiempo entenderlo.

Años más tarde, divorciada del propietario del coche al que dieron el alto cuando el proceso de Burgos y viviendo ya en Madrid, Eta colocó un artefacto explosivo al paso de un furgón militar. Afortunadamente, la carga no causó ninguna víctima pero mi vivienda quedó destrozada. Entonces aún no se contemplaban las indemnizaciones que luego se fijaron a favor de las víctimas así que fue como volver a empezar.

Todavía le doy gracias a la vida: mi hija pequeña se libró de una muerte cierta porque yo llamé por teléfono justo en el instante en que el coche bomba saltaba por los aires y con él todo lo que había en casa susceptible de ruptura. El teléfono estaba en la única pieza de la casa que no tenía ventana a la calle.

Son anécdotas irrelevantes en el balance de terror etarra. Lo mío carece de importancia cuando miles de familias destrozadas lloran aún a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos asesinados y maldecirán la memoria de esta banda que nada tiene que envidiar ni en métodos ni en fines a la mafia.

Algún día, efectivamente, Eta desaparecerá. Pero tendrán que pasar muchos años y mucha agua por los ríos para que desaparezca el miedo, la cobardía, la corrupción y la degradación moral que ha ido sembrando en varias generaciones del País Vasco y en España. No se sale inmune de medio siglo de crímenes aceptados en silencio, justificados en aras de un ideal político.

Todos fuimos responsables. Cuando se justifica un asesinato uno se convierte en cómplice moral de los asesinos. Los cobijamos en nuestro seno, los justificamos, los jaleamos. Tardamos mucho tiempo en encontrar la palabra que los cuadraba: asesinos.

2 comentarios:

  1. Me duele cada uno de los muertos de ETA, incluso aquellos que no merecían mejor futuro, pero cuando decidimos matar al otro, perdemos cualquier oportunidad de no convertirnos en él.

    Comprendo la evolución, comprendo que en tiempos de Franco la lucha armada se contemplase como una opción, pero desde la Constitución, no cabe forma alguna de justificarlo, y durante años cuando el muerto iba de uniforme, casi parecía que le entraba en el sueldo, han hecho falta muchos años y demasiada sangre para que la violencia etarra sea condenada, y aún hoy, no lo es ni total, ni realmente.
    Por eso, lo que digan esos cobardes, asesinos, no me importa, salvo el día que se rindan y por fin se acabe.

    (Gracias siempre por Labordeta y por tu sinceridad)

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  2. Gracias a tí, Pilar, por pasearte por este rincón.

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