miércoles, 6 de agosto de 2014

Oporto, donde Portugal trabaja



Cada cual escoge un destino para viajar por las razones más diversas: porque vio una foto, porque alguien le habló, por los atractivos que el lugar ofrece… Nosotros llegamos a Oporto porque le tenemos ley al Duero y queríamos despedir al río en el punto donde se funde con el mar. Lo habíamos intentado en invierno pero nuestra visita coincidió con el paso de un temporal que nos ahuyentó sin remedio después de pasarnos por agua. Así que teníamos que volver para resarcirnos. 
Oporto es la segunda ciudad más populosa del país, tras Lisboa. El núcleo urbano tiene unos 250.000 habitantes, que suben a casi dos millones si se tiene en cuenta el área metropolitana. Se diría que cada vecino tiene al menos un coche, por los atascos que se forman al entrar o salir de la ciudad, a pesar de la muy amplia red viaria de acceso y de circunvalación. Una hora nos costó entrar y algo más salir, cuatro días después. Una vez dentro, para moverse por el centro histórico lo mejor es aparcar el coche en lugar seguro y utilizar cualquiera de los transportes públicos que la ciudad ofrece: metro, autobús, tranvía, funicular o barca.
Algo imprescindible para recorrer Oporto es un calzado cómodo porque su trazado urbano es una continua cuesta y el suelo, como el de Roma, un duro empedrado que destroza los músculos mejor entrenados. Tampoco estará de más alguna prenda ligera de abrigo, mejor si es impermeable, porque la humedad refresca al llegar la noche y, con frecuencia, esa humedad se transforma en lluvia. Confiesa, no obstante, la viajera que en su última estancia no cayó una gota –quizá para compensar el diluvio invernal- y sólo una noche necesitó la rebequita.
Oporto es el nombre castellanizado de Porto, la primera ciudad industrial lusa, esa que, al decir popular, trabaja mientras Lisboa se divierte, Coímbra estudia y Braga, reza. Su carácter comercial hunde las raíces en el tiempo y en la leyenda. Refiere ésta que Cale fue uno de los argonautas griegos que fundó aquí un enclave comercial. La historia constata que los griegos conocían un asentamiento de nombre Cale ubicado en la orilla izquierda del Duero, cerca de su desembocadura. Los romanos fundaron un nuevo puerto en lugar más propicio. Este Portus Cale (puerto de Cale) derivaría en Portucale y acabaría dando nombre al país. Invadida por los musulmanes, fue reconquistada y repoblada por el Reino de León. Alfonso VI, concedió el condado Portulacense, que se extendía del Miño al Duero y tenía en Oporto su capital, a su hija Teresa, casada con Enrique de Borgoña. El hijo de ambos, Alfonso Henríquez, sería en 1143 el primer rey independiente de Portugal.
Aquí casó Juan I de Portugal en 1387 con la nieta del rey Enrique III de Inglatera, Felipa de Lancaster, matrimonio que se plasmó en el Tratado de Windsor, la alianza militar en vigor más antigua entre ambos países, modelo de intercambio comercial –vino portuense por paños ingleses- que se estudia en las facultades de Economía. De este matrimonio nacería en 1394 Enrique el Navegante. La gesta de los descubrimientos enriqueció a Portugal y la convirtió en centro europeo del comercio marítimo, convirtiendo a Oporto en cabeza de su industria naval. 
Oporto se opuso a la unión de Portugal y España en el periodo de 60 años que ambos países fueron uno solo. Así, en 1580 se puso de parte del Prior de Crato contra Felipe II y en 1640 apoyó la revuelta de Lisboa, que zanjó la unión peninsular. El XVIII fue el siglo de oro portuense, la mayoría de sus edificios neoclásicos y barrocos datan de esa época, la de mayor esplendor industrial y comercial, vinculado a su famoso vino.
Tiene la ciudad una acreditada fama liberal y progresista y tradición de lucha por los derechos civiles en el siglo XIX. En 1820, aquí surgió un levantamiento militar que acabó con la monarquía absoluta y dio paso a una constitución liberal. El rey Pedro IV de Portugal y I de Brasil se apoyó en la ciudad en su lucha contra los absolutistas. En 1919, durante el breve intento de independencia de Lisboa protagonizado por Paiva Couceiros, se convirtió en capital provisional del Norte de Portugal. En 2001 fue, junto a Rotterdam, Ciudad Europea de la Cultura.
Los viajeros empiezan su recorrido por el centro histórico de Oporto, que en 1996 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Como primera medida, nos dirigimos a la catedral, situada en un risco sobre el Duero, con aspecto de torre defensiva. Es el edificio religioso más importante de una ciudad que, sin ser Braga, está bien dotada de iglesias. Comenzó su construcción en el siglo XII y ha sido transformada a lo largo de los tiempos. La estructura y la portada son románicas, el claustro –cuyas paredes están decoradas con azulejos azules- y la capilla de San Juan, góticos y la mayor parte de la seo, barroca. Es monumento nacional. 
La portada se abre a una amplia explanada en el centro de la cual se alza un humilladero barroco. A un costado de la plaza se levanta el palacio episcopal, una mole en el perfil urbano portuense. Desde la baranda de la plazuela se contemplan bellas panorámicas de la ciudad. De ahí parte una escalera que acaba en la Ribeira pero los viajeros vienen muy castigados por las escaleras de Braga y optan por pasear en la dirección contraria, hacia la estación de Sao Bento. Antes, pasan por la Oficina de Turismo, bien pertrechada de información en el idioma que se demande. 
En la distancia, la estación de ferrocarril es un edificio imponente pero su auténtica riqueza la constituye su decoración interior: la historia de Portugal explicada en la típica azulejería portuguesa. Veinte mil azulejos decorados por el pintor Jorge Colaço. Un primor.  
En el lugar se aprecia el latir de la vida local: el tráfago de la estación se disuelve en las distintas vías que hacia abajo conducen a Ribeira, de frente hacia la Baixa y a la derecha llevan a la Plaza de Batalha y la zona comercial. Cualquier opción es buena pero antes de alejarse conviene echar un vistazo a la iglesia de los Congregados y su hermosa fachada de azulejos. Cerca de aquí, en dirección a Batalha, los viajeros se topan con otra fachada igual de espectacular: la de la iglesia de San Ildefonso.
A un costado de esta iglesia se abre la famosa calle de Santa Catarina, la calle comercial por excelencia. Por si hubiera duda al respecto, ahí está la omnipresente Zara para demostrarlo. Los viajeros se deleitan con las primorosas tiendas tradicionales, que han acertado a conservar su aire entre modernista y decadente, y buscan refugio en el famoso Café Majestic.
Este café ante el que se fotografían por miles los turistas –e incluso los viajeros- es una institución en Oporto. Inaugurado en 1921, fue centro de reuniones y eje de la vida cultural y política de la ciudad. Su decoración interior y sus lámparas art nouveau lucen todo su esplendor después de la restauración acometida en 1994, tras unos años de decadencia. Resulta placentero tomar un capuchino o un té en este lugar donde, pese al trasiego turístico, parece haberse detenido el tiempo un siglo atrás.
 
La calle Santa Catarina es peatonal por lo que los viajeros se animan a seguir por la misma rúa hasta alcanzar la capilla de las Ánimas, con sus paredes azulejadas. El barroquismo del interior tiene su punto en la mujer que ofrece literatura religiosa.
Torciendo a la izquierda se llega al mercado de Bolhao, el viejo mercado central de Oporto. Fue construido entre los años 1914 y 1917 y está reclamando una restauración pero se mantiene totalmente activo, con puestos de verdura, fruta, pescado, flores y quincalla variada, frecuentados por los portuenses. El entorno del mercado está plagado de restaurantes y de comercios tradicionales. La viajera sucumbe a la tentación de entrar en A Pérola de Bolhao, establecimiento que en 2017 cumplirá un siglo, y sale de allí cargada con legumbres, dulces, quesos y bacalao como para dar de comer a una familia numerosa. Tras el mostrador, tres personas se han afanado en responder a sus preguntas y en proporcionarle consejos culinarios. De buena gana se hubiera quedado el resto de la mañana, aunque sólo fuera a pegar la hebra.  


Muy cerca de aquí se encuentra la Avenida de los Aliados, donde los portuenses dejaron plasmada su idea de apogeo económico, a finales del XIX y comienzos del siglo XX. Preside el bulevar un edificio señorial, que es el ayuntamiento de la ciudad. La avenida desemboca en la Plaza de la Libertad, presidida por una estatua ecuestre del rey Pedro IV, aquél que fue emperador de Brasil.
En la plaza nace la calle de los Clérigos, coronada después de la enésima cuesta por la iglesia del mismo nombre y su famosa Torre, de 75 metros de altura. Una escalera de 240 peldaños conduce a la balconada que culmina la torre si se desea contemplar la ciudad desde las alturas. La viajera midió sus fuerzas y llegó a dos conclusiones: que le habían gustado las vistas de los tejados desde la plaza de la catedral y que había tenido dosis suficientes de escalinatas con las de Braga.     
En cambio, aprovechando una de las escasas planicies que ofrece la ciudad, los viajeros se acercan a la iglesia del Carmen y pasean por sus jardincillos antes de acercarse al edificio de fachada neogótica ocupado por la Librería Lello, inaugurada en 1906 y considerada una de las tres librerías más bellas del mundo. Los viajeros han procurado llegar pronto pero parece que no lo suficiente. Cientos de turistas les han tomado la delantera y pugnan por hacerse un hueco en el –relativamente- pequeño establecimiento. Cuando conseguimos entrar resulta complicado acercarse a sus bien pobladas estanterías y ni pensar en buscar un libro. Acceder a su famosa escalera circular, que ocupa el centro del local, requiere de una estrategia cuasi militar. Un grupo de orientales hacen cola en la caja para abonar los souvenirs que repartirán entre sus amistades, presumo. Busco al colega para bromear sobre estos hábitos de turista cuando le descubro presto a pagar varios imanes con motivos literarios, así que me guardo las ironías. La Librería Lello era famosa antes de que J.K.Rowling se pusiera a escribir pero el hecho que de que la escritora residiera un tiempo en Oporto y que su descripción de la biblioteca del colegio de Harry Potter remita a la librería portuense ha hecho subir los enteros del establecimiento hasta el punto de convertirla en un fenómeno de masas. Un letrero advierte que está prohibido hacer fotos y la viajera vuelve a calzársela procurando no perder la sonrisa.
A este paso, voy a terminar como el Tenorio: Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, y en todas partes dejé memoria bronca de mí...,comento con el colega pero él, como hace en estos trances, finge no conocerme, y me encuentro hablando sola en la puerta de la famosa librería, sin que nadie preste atención a mi soliloquio.
Desde aquí hasta el barrio de Ribeira es todo cuesta abajo así que los viajeros optan por ir paseando sin mayor dificultad. De este modo descubren el encanto de la calle de las Flores, con sus casonas antiguas. Por la Rua de Ferreira Borges llegan a la Bolsa, edificio de corte neoclásico, de finales del siglo XIX. Se levantó sobre las ruinas del convento de San Francisco y actualmente es sede de la Asociación de Comerciantes de Oporto pero puede visitarse. Vale la pena.
Tras la Bolsa se encuentra la iglesia de San Francisco, de origen románico pero con factura gótica y ornamentación barroca. Es famosa su escultura policromada que representa el Árbol de Jessé, considerada una de las mejores del mundo en su género. En el interior de la iglesia hay una profusión de tallas doradas. Cuentan que en su decoración se emplearon más de 300 kilos de polvo de oro. Era tal su ostentación que durante un tiempo el templo estuvo cerrado al culto por no poder resistir la comparación con la pobreza reinante en derredor suyo. La viajera rumia algunas consideraciones acerca de la acumulación de riquezas eclesiásticas que guarda para sí, pues considera que ya ha tenido suficientes discusiones “teológicas” en Braga.
Con el espíritu ligero nos encaminamos hacia Ribeira, en busca deun restaurante donde comimos el primer día de 2014 y del que guardábamos buen recuerdo: El Postigo de Carvao, en la Rua de la Fonte Taurina, a la orilla del Duero. El almuerzo nos confirmó en el reconocimiento. Baste decir que nos sirvieron una “tapa” de tripas –callos con alubias blancas- que bien hubiera bastado para comer una persona.  
Las tripas es uno de los platos típicos hasta el punto de que tripeiros es el otro gentilicio –después de portuenses- con el que son conocidos los naturales de Oporto. Deben tal apelativo a su generosidad durante la preparación de la conquista de Ceuta en 1415, cuando los vecinos entregaron a los expedicionarios cuanta carne había en la ciudad, reservándose para ellos únicamente las tripas o callos, que elaborarían “a la portuense”. Además de las tripas, el bacalao a la Gomez de Sá y la francesinha son las especialidades culinarias de Oporto. Sobra decir que un viajero que se precie no puede abandonar la ciudad sin haberlas probado. 

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