lunes, 4 de noviembre de 2013

De difuntos



Antes de que las costumbres del imperio nos invadieran hasta el punto minucioso que cuentan los periódicos y Edward Snowden, la memoria de los difuntos se relacionaba con el estreno del mes de noviembre. La fiesta de Todos los Santos era jornada de visita obligada a los cementerios y, con suerte, de ver la enésima reposición del Tenorio.
Los mayores evocaban la presencia de familiares y amigos desaparecidos y a los pequeños nos metían el susto en el cuerpo con las historias de ánimas, contadas al compás de las campanadas de difuntos.
Para los niños, los difuntos eran sólo eso: relatos de miedo, historias de apariciones, tañer de campanas, visita obligada al cementerio, nada personal. Cuando eres pequeño la muerte es una abstracción, sólo con el paso del tiempo empiezas a ponerle nombres. Nombres de familiares mayores: tus abuelos, algunos tíos, los padres, luego; nombres de amigos queridos: Lucio, el amigo que muere bajo las ruedas de un camión, Nani, de quien tanto aprendiste, Belén, tan corajuda y comprometida, Paloma, que tanto amaba la vida, Emilín, que se fue rozando el siglo y sólo fue protagonista de su ceremonia mortuoria, Roberto, que murió demasiado joven sin perder la sonrisa, Francisco, un político decente, Juanjo, el quiosquero que te guardaba tus periódicos, que acaba de morir sin cumplir los 50...
Son nombres y presencias queridas, cuya muerte lloraste o que frecuentaste por un tiempo y luego fueron alejándose hasta que un día te cuentan que murió. Personas que te enseñaron y con quienes compartiste experiencias y emociones.
El rastro de su memoria permanece en las viejas agendas, en los teléfonos. Hasta que decides hacer limpieza y tiras papeles que ya no tienen ninguna función que no sea la de recordar. O has de cambiar el teléfono y caes en la cuenta de que has de borrar alguno de los números que aparecían en el aparato viejo porque nunca más podrás hablar con esas personas. Ese es también tu día de difuntos.  
Hay otros muertos que son tuyos porque son de todos. Los que desde hace 77 años permanecen en las cunetas, en las fosas ocultas. Las víctimas de la locura colectiva de un pueblo cainita, más dado a lo anti que a lo pro.
En Aranda de Duero, coincidiendo con la festividad de Difuntos, acaban de recibir digna sepultura los restos de 129 personas que fueron asesinadas en los primeros días de la guerra civil –si civil puede calificarse a cualquier guerra y a hechos de este tipo- y que han sido rescatados de varias fosas comunes en tierra burgalesa. Algunos están identificados y otros no porque el gobierno cortó el presupuesto destinado a la recuperación de la memoria histórica y a las identificaciones.
En puridad, Arandade Duero no estuvo en guerra. La villa quedó desde el primer momento en el lado de los rebeldes quienes se emplearon en una limpieza de cuantos elementos fueron considerados sospechosos de afinidad con la República. Se calcula que desaparecieron entre 700 y 800 personas, más del 10% de la población. Desaparecieron porque nunca nadie volvió a verlos aunque sotto voce se conocía la ubicación de varias fosas comunes: en la Lobera, en el monte Costaján, en el mismo término municipal arandino.
Durante décadas, los asesinos y las familias de sus víctimas han convivido sin aparente conflicto. Habrán coincidido cientos de veces en la plaza, en la iglesia de Santa María o de San Juan, en la Vera Cruz, en la fiesta del Ángel, en la Bajada de la Cruz, en la función de la Virgen de las Viñas,  en la calle Isilla, en la Alojería, en las bodegas… Me pregunto cuánto miedo es necesario acumular para permanecer callado ante el asesino impune de tu marido, de tu hijo, de tu padre…
En noches como las de difuntos, mi abuela relataba la historia de aquél falangista que se caracterizó por su saña en la persecución de republicanos, a quienes condujo a la fosa de Costaján. Concluida la guerra, se vio aquejado de un ataque de peritonitis, los médicos ordenaron su traslado a Burgos pero al llegar a Costaján, la ambulancia hubo de dar la vuelta porque el hombre había muerto.   
Hablaba también de otro de aquellos jóvenes sanguinarios que había aprovechado la confusión bélica para hacerse con la propiedad de tierras de labor por el expeditivo método de llevar a las fosas a sus legítimos propietarios. El hombre era ahora un labrador acomodado. Hasta que, pasados los años, una tarde salió al campo y, sin que se conozca bien cómo, fue enganchado por el mecanismo de una cosechadora que lo trituró.

Estas son las historias que yo cuento a mi nieta en la noche de difuntos…

2 comentarios:

  1. Ese miedo con regusto de justicia tiene su punto...
    Un beso

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  2. El miedo caló en los perdedores; los que ganaron coparon el poder y sus nietos lo siguen teniendo, de ahí que muchos pueblos aún tengan miedo de hacer y de decir, mientras tanto un gobierno dice que solo se pretende abrir heridas con eso de la memoria histórica; eso sí, los ganadores, saben donde tienen a sus padres y abuelos enterrados dejando a "los otros" desperdigados en las cunetas, no quieren que se sepa nada de aquellos asesinos que hoy, sus hijos, ocupan puestos de relumbrón.

    Saludos

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