jueves, 16 de octubre de 2014

El cementerio de la Almudena, el envés de Madrid



Quienes hemos nacido en los años cuarenta del pasado siglo hemos vivido, como poco, el estreno de cinco Papas de Roma –uno de ellos desaparecido de manera sospechosa, por decirlo diplomáticamente, y otro víctima de atentado aún no aclarado-, la muerte de Mao –que era como el emperador de un imperio naciente-, el asesinato del presidente de Estados Unidos –Kennedy- en la cumbre de su poder –el presidente y la nación-, la desaparición del bloque soviético, el fin de la guerra de Vietnam, el fin del apartheid sudafricano, la reunificación de Alemania, el asesinato de Olaf Palme, la caída del sah de Persia, decenas de golpes de Estado y casi tantos procesos de democratización, la descolonización en África, el Mayo del 68, el movimiento beat, la revolución de los Claveles en Portugal, la muerte de Franco y el acceso de un nuevo rey que era a la vez el candidato colocado por el dictador y el heredero natural de la dinastía, cogido como a la pata coja. Y, ahora, la abdicación de aquel rey –conocido como Juan Carlos I- y la llegada de su heredero varón, en el mundo Felipe VI.
Eso, por citar de memoria y sin echar mano de San Google, patrón de los desmemoriados. Y sin hablar ni media palabra de los avances tecnológicos que nos han colocado de golpe y dentro de casa en lo que veníamos llamando el futuro. Quiero decir que, sólo con mirar alrededor, hemos tenido una vida entretenida. O lo que es lo mismo, que si has cumplido sesenta y dices que te has aburrido es que tienes que ser muy desaborido.
Hay días, sin embargo, que tanto trajín agota un poco y buscas un respiro, un rato de sosiego, una dosis de calma. ¿Dónde mejor para hallar esa dosis de serenidad que allí donde descansan quienes nos han precedido? Los cementerios son como el envés de la ciudad. En ellos se representa con parecida nitidez el afán de los seres humanos por aparentar, por trascender, por establecer estatus. Ofrecen la oportunidad de comprobar que aquí, como fuera, los residentes son de toda procedencia y condición. También que, aunque las modas artísticas varían con el tiempo, los seres humanos tendemos a trasladar nuestros gustos más allá de la muerte. El resultado es un museo al aire libre con el dolor como único protagonista. Aunque se trate de la otra vida, el lenguaje no puede ser más humano.
En Madrid hay varios cementerios municipales y sacramentales pero ninguno tan grande como el de la Almudena, con una superficie de 120 hectáreas y un censo de más de tres millones, que excede con creces la población actual de la capital. Su construcción se inició en 1877 según proyecto de los arquitectos Fernando Arbós y José Urioste. Siete años después, con las obras sin concluir, se declaró una epidemia en la ciudad que ocasionó gran mortandad por lo que el 15 de junio de 1884 hubo que habilitar una zona de enterramiento provisional a la que se llamó Cementerio de la Almudena, que acabaría dando nombre al lugar. Con lo que se demuestra, una vez más, que en España no hay definitivo que lo que se anuncia como provisional. Se encuentra entre las avenidas de Daroca y de las Trece Rosas, junto al barrio de la Elipa. No es ociosa la vinculación con las Trece Rosas pues junto a sus tapias fueron fusiladas el 5 de agosto de 1939, según reza una sencilla placa con la que se rinde homenaje a aquellas mujeres de entre 18 y 29 años, muertas por causa de sus ideas políticas.
Pero antes de entrar en el recinto, un momento de atención. Si el visitante –viajero en la ciudad- ha accedido al lugar por el vértice de la Avenida de Daroca, tiene ante sí los arcos ideados por los arquitectos Fernando Arbós y José Urioste. El proyecto tenía en cuenta la orografía del terreno, así que nada más cruzar las arcadas sobre un pequeño otero se divise la capilla, de planta de cruz griega.
Si hay un lugar donde se crucen permanentemente el más acá y el más allá de la existencia, ese es el cementerio. No es extraño, pues, que abunden en ellos las historias de espíritus. La primera, aquí mismo. Sobre la cúpula de la capilla se sienta un ángel –Fausto, en el imaginario popular- en cuyo regazo descansa una trompeta. Se cuenta que inicialmente Fausto aparecía con la trompeta en la boca, lo que dio lugar a la leyenda según la cual quien oía el sonido de la misma recibiría pronto la visita de la muerte. Otra variante de la historia sostenía que esta trompeta sería la que anunciara el Apocalipsis. Para evitar relatos de este tipo se modificó la colocación y se bajó la trompeta justiciera al regazo del ángel. Como las creencias son personales e intransferibles, hay quien sostiene pese a todo que en días de viento, pueden oírse las notas que emite la trompeta. 
Un cementerio tan extenso ha de guardar memoria de personas anónimas –como esa tumba del primer enterrado, el niño Pedro Regalado Olmos o esa otra de "Alicia, la niña más feliz del mundo"- y de ilustres y famosos. 
Aquí esperan el juicio de la eternidad, Niceto Alcalá-Zamora, que fue presidente de la Segunda República, o Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid. También el poeta y premio Nobel Vicente Aleixandre, el también Nobel de Medicina, Santiago Ramón y Cajal, el urbanista Arturo Soria, el académico Dámaso Alonso, los escritores Pío Baroja, Benito Pérez Galdós y Juan Carlos Onetti, el filósofo Julián Marías… y una pléyade de artistas que gozaron del favor popular, empezando por el compositor Francisco Alonso –autor de Las Leandras- y siguiendo por los actores, Ángel de Andrés, José Bódalo, Julia Caba Alba y su sobrina Irene Gutiérrez Caba, José Mª Caffarel, Estrellita Castro, Antonio Garisa, Alfredo Mayo, Luis Peña, Ángel Picazo –que tan bien representaba a Alfonso XIII- las hermanas Mari Carmen y Mercedes Prendes, Aurora Redondo, Fernando Rey, los cantantes Cecilia y Enrique Urquijo, el futbolista Alfredo Di Estéfano, el torero José Cubero “El Yiyo”… 
La tumba de éste y la de los Flores – Lola y Antonio- se encuentran entre las más visitadas. Ambas están en la meseta a la espalda de la capilla, próximas a la del viejo profesor Tierno.
Además de los panteones individuales o familiares, el cementerio acoge varios monumentos colectivos, los dedicados a los héroes de Filipinas y Cuba, a los fallecidos en el incendio del Teatro Novedades, a los caídos de la Legión Cóndor y de la División Azul.  
El cementerio –como la ciudad de los vivos de la que es extensión- no vive sus mejores momentos. Basta con adentrarse por sus calles para percatarse de que la privatización ha hecho estragos también en esta orilla. Hay muros que amenazan caerse, lápidas rotas y fuera de lo que debió ser su emplazamiento, escaleras y caminos en mal estado. Todo rezuma un aire de decadencia, de abandono, de descuido. En Madrid, ni los muertos se libran del signo de los tiempos.  
Empero, el lugar ofrece un sosiego y un silencio que no son frecuentes en la ciudad de los vivos. Hay un rincón, sin embargo, que estremece a los espíritus más resistentes. Está en el extremo opuesto al que accedimos, una placa recuerda que junto a estas tapias fueron asesinados cientos de madrileños antes y durante la guerra civil. Cerca, otras placas rinden memoria a las Trece Rosas, las trece jóvenes que fueron fusiladas por el franquismo una vez terminada la guerra.
La Almudena tiene otra particularidad: sus calles forman parte del itinerario de uno de los autobuses municipales: la línea 110 de la EMT, que circula entre la Plaza de Manuel Becerra y el cementerio. La creencia popular sostiene que algunas tardes, cuando el conductor cree viajar solo, suena el timbre de parada solicitada. ¿Qué hace en ese caso? Cuando hay solicitud de parada, paro. Siempre, asegura el empleado.
El camposanto se completa con el área destinada a cementerio hebreo y un poco más adelante, el cementerio civil. Cualquiera de los dos merece una visita. Pero este último es como el envés de la historia española: los derrotados por la otra España.
El cementerio de La Almudena forma parte de la ruta de cementerios europeos, calificada como ruta cultural por el Consejo de Europa. A pesar de su abandono actual, la visita ofrece un rato de paseo interesante y de silenciosa tranquilidad. Basta volver a franquear los arcos de la entrada principal para que el ruido de la ciudad vuelva con toda su furia. Hasta las cotorras que han colonizado la cercana isleta verde se unen a la algarabía.

2 comentarios:

  1. primero que me ha encantado ese resumen a manera de prólogo de todo lo que has visto y vivido... y después, que nunca imaginé que me gustaría tanto pasear de manera virtual por un cementerio contigo... y eso que yo con los cementerios tengo un trauma que aun no he superado... fui a llevarle flores a mi abuela, como todos los años por su cumpleaños y mi abuela no estaba... me la habían quitado... y eso, aunque yo no sea creyente, y hayan pasado mas de diez años, aun no lo he superado...
    perdón por la confesión... yo lo que quería decirte es tu post me ha encantado...
    besotes!!

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    1. Habrás observado lo distintos que son los cementerios católicos, rodeados de un halo de temor, que los de otras religiones, en realidad zonas ajardinadas por las que pasear con normalidad. El catolicismo tiene una relación conflictiva con la muerte, me parece.
      Me gusta visitar los cementerios de las ciudades que visito, dicen mucho de estos lugares y de la humanidad.
      Un gusto verte por aqui.

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