viernes, 31 de octubre de 2014

La bajada del ángel: Nuestro trozo de cielo

Entonces medíamos el acontecer cotidiano y el paso del tiempo con la medida de las fiestas. Por San Antón sabíamos que los mayores empezaban a sacudirse la modorra del invierno. La procesión de Santa Águeda marcaba el terreno de las mujeres casadas y, a la manera de las actuales revistas del corazón, aprovechaba el paso para dar cuenta del movimiento demográfico- bodas, nacimientos, defunciones- y de los cambios sociales -enfermedades, curaciones, distanciamientos afectivos, llegada de forasteras-. San Marcos -los niños descalzos- anunciaba, casi siempre con desajuste, la llegada del buen tiempo. La Cruz de Mayo reclamaba el agua necesaria para el campo, pero su lento, lentísimo paso certificaba, de manera más evidente, que el mozo que bailaba ante ella había abandonado definitivamente la infancia para ser admitido en la cofradía de los adultos. La romería de San Isidro era el último respiro de los labradores antes de empezar de lleno las tareas del campo. La noche de Animas arrastraba consigo la soledad del invierno, mientras las campanas de Santa María tañían hasta el alba, -ton, ton, ton- los viejos aprovechaban para repetir antiguos relatos con la muerte como protagonista... -ton, ton, tooon- y los niños nos acurrucábamos al brasero, fingiendo dormitar para que no se nos notara el sobresalto. Por San Roque se hacía el balance de la siega y en la Virgen se festejaba la cosecha reuniendo a los miembros dispersos de la familia para ir primero a la procesión y, luego, a los toros. La bonanza del año se medía en los carteles. Si el grano no llenaba los silos, la feria se liquidaba con dos novilladas y poco más. El paseíllo del Viti era un indicativo razonablemente satisfactorio, si toreaban los hermanos Girón tampoco había ido mal el año. Si la cosecha había sido el acabóse, se contrataba al Cordobés. Cuando Aranda se hizo industrial empezaron a venir todos ellos, sin atender a cómo se hubiera dado la cosecha, pero para entonces el tiempo había empezado a medirse exclusivamente al dictado del calendario. Y la mayoría de nosotros había dejado atrás la niñez. De aquellas celebraciones que señalaron nuestra infancia, y la infancia de muchas generaciones que nos habían precedido, creo que la única que se conserva tal como la soñamos, la vivimos y la recordamos es la bajada del ángel.

La bajada del ángel siempre fue una fiesta eminentemente infantil. Más aún, para los niños de aquel Aranda que no alcanzaba los diez mil habitantes y medía sus días en el discurrir del agua y en el color de la tierra, la bajada del ángel era la fiesta por excelencia. Es preciso advertir que los niños de entonces teníamos en la calle nuestra sala de juegos y en el acontecer de la vida nuestro mejor espectáculo. Por inverosímil que resulte, carecíamos de televisión, de la que sólo sabíamos que era una especie de armario con cine dentro que se había inventado en América. Carentes de referentes técnicos, no teníamos ninguna fe en aquel híbrido de radio y cinematógrafo, un cajón con música e imágenes. El artefacto nos era tan lejano como los cohetes a la luna, que también se habían inventado o estaban a punto: apenas una mención en el NO-DO. Puestos a señalar, nos eran mucho más próximas las cabalgadas de John Wayne (léase, please, Yon Buein) por el far-west, que entonces era todavía el legítimo lejano oeste y no el desierto de Almería. Para los niños de entonces la calle era nuestra, con perdón. Y la fantasía, una realidad cotidiana. 

Y para fantasía, la bajada del ángel. Salvadas las distancias, era como una primaveral mañana de los Reyes Magos, de la que, además, éramos testigos. El atractivo de esta celebración era múltiple. A la diversión de los preparativos sucedía la emoción de la propia bajada y la incertidumbre de la despedida. Los preparativos empezaban en el momento en que los empleados del Ayuntamiento trasladaban los artilugios celestiales desde los almacenes municipales a la fachada de Santa María. Con la meticulosidad de una ceremonia ritual, nos acercábamos a aquellos cachibaches tal como los sioux se aproximaban al fuerte del Séptimo de Caballería: con sigilo y conocimiento del terreno. Cuando nuestra curiosidad superaba los límites que los empleados municipales consideraban razonables, nos espantaban sin mucho miramiento. ¡Venga de aquí, que no hacéis más que estorbar! Entonces reculábamos hasta la acera para hacer recuento de nuestros descubrimientos. Siempre había alguien dispuesto a asegurar que el globo de ese año era más grande que nunca, mientras otro aseguraba haber visto cómo el ángel hacía malabares con las palomas. Sentados en la acera, seguíamos atentamente todas las maniobras de los operarios: el anclaje de los andamios, el enclavado de las maderas, el tensado de la cuerda... El miércoles acompañábamos nuestra presencia con el ruido de las carracas. El sonido de la carraca, como el sabor de las torrijas, eran los signos que identificaban la Semana Santa. ¡Peste de chicos, andad a dar la murga al cura!, nos ahuyentaban cuando el estrépito subía de tono. 

Nuestra condición de testigos habituales no mermaba la sorpresa ante la obra terminada. Cuando, finalmente, se cerraba el armazón y se cubría con aquellas maderas pintadas de blanco y azul, las mismas que habíamos tocado en el suelo, las mismas que conocíamos de otros años, el escenario celestial se convertía a nuestros ojos en un auténtico trozo de cielo. Invariablemente, de manera subrepticia o por las buenas, nos acercábamos al muro para ver si dentro del cubil descubríamos al ángel ensayando su bajada. Es evidente que no estábamos en absoluto maliciados. Luego, sólo quedaba esperar el domingo.

Las generaciones jóvenes no saben cuánto han de agradecer a quien decidió demorar el inicio de la bajada del ángel porque, hasta entonces, nuestros domingos de pascua estuvieron marcados por una madrugada inclemente que no atendía a fiestas ni vacaciones y antes de las diez de la mañana nos obligaba a estar acicalados -y ateridos- con las galas de verano. 

A esa hora, con puntualidad religiosa, la procesión del Resucitado salía de Santa María para encontrarse en el centro de la plaza con la imagen de la Virgen enlutada. En ese momento se repetía el prodigio. Nuestro trozo de cielo empezaba a cobrar vida. Siguiendo una bien pautada tradición, aquella puerta circular, por la que se deslizaba el globo, rara vez se abría al primer intento. El ángel, que no quiere salir, advertía alguien. Tras un forcejeo con los cables y las poleas, finalmente, se abría para dar paso a una peculiar nube esférica que se deslizaba varios metros sobre el suelo, a veces lentamente, otras a trompicones, hasta el centro de la plaza. 

En el momento supremo, el globo, como la puerta, también se resistía a la apertura. Lo cual, lejos de desalentarnos, añadía mayor misterio a la ceremonia. ¿Saldrá, por fin, el ángel? ¿Se habrá fugado esta vez? ¿Habrá decidido permanecer en el cielo? Naturalmente, el ángel acababa saliendo. Aturdido y asustado, pero salía. No menos aturdidas salían las palomas para desaparecer, rápidamente, en los tejados próximos. 

El ángel descendía pataleando sobre el aire, en lo que a nosotros nos parecía un vuelo majestuoso, hasta posarse cerca de la Virgen y tomar el paño negro que daba por concluido el luto cuaresmal. Según la disposición de ánimo de quien moviera el juego de poleas, el ángel revoloteaba más o menos sobre la multitud reunida en la plaza. Tres amagos era lo razonable. Luego se posaba en el suelo suavemente, o así lo intentaba, incorporándose a la procesión bajo las andas de la Virgen, cuyo velo portaba. De cerca, el ángel -con su túnica, sus rizos y su coronita blanca- tenía una expresión entre desvalida y asustada, por la impresión del reciente vuelo, sin duda. 

Nosotros le mirábamos con una mezcla de admiración y complicidad. Dada nuestra proverbial ignorancia de la historia, apenas habíamos oído hablar de Diego Marín Aguilera, el vecino de Coruña del Conde precursor de la aviación, y, como el parapente aún no se había popularizado y tampoco habíamos descubierto el puenting, nos parecía que el vuelo rasante sobre la plaza de Santa María era una hazaña de mérito que no estaba al alcance de cualquiera. Aparte de ese meritoriaje, el ángel no dejaba de ser un colega. Por grande que fuera nuestra ingenuidad, y a fe que lo era en dosis superlativas, resultaba inverosímil ver descender de las alturas a un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos con toda la barba. El ángel era, al fin y al cabo, uno de los nuestros.Cuando la procesión se disolvía en el interior de Santa María comprendíamos que había terminado nuestro protagonismo. Quienes habíamos compartido la emoción de ver nacer ese trozo de cielo y luego salir de él un ángel que realmente volaba, soltaba palomas, cogía el velo de la Virgen y bajaba a la procesión, nos dispersábamos cada cual a nuestro barrio para incorporarnos a la rutina familiar, la comida de pascua, la obligada cortesía con los forasteros, si los había, y al día siguiente, vuelta a clase. Ese mismo lunes los empleados del Ayuntamiento desmontaban el juego de poleas y se llevaban nuestro trozo de cielo. La plaza de Santa María quedaba reducida a un lugar de paso. En los meses siguientes, la chavalada a veces coincidíamos en la plaza, comprando pipas a la señora Estefanía, o en la cola del cine, sacando las entradas para "la infantil" y cruzábamos un "hola" o un "qu´iay".

Como sucedía con los Reyes Magos, a medida que íbamos creciendo la magia del ángel iba diluyéndose. La frontera terrible de los diez años venía a marcar el momento del alejamiento. A partir de esa edad uno venía obligado a mirar las cosas con un principio de escepticismo y de espíritu crítico. Las tablas eran sólo tablas que a veces se repintaban ante nuestros ojos, las cuerdas eran cuerdas, el globo era el mismo globo de siempre y hasta el ángel empezaba a estar demasiado crecido para tales menesteres. Los más avisados apuntaban su dosis de censura social. "Siempre son los mismos los que se juegan la vida. ¿Habéis visto alguna vez que haga de ángel el hijo del alcalde o del gobernador?" Aquellas consideraciones acababan por apuntillar nuestro entusiasmo. Entrábamos en la adolescencia con dos certezas terribles, a saber, los Reyes no venían de Oriente sino que eran los padres y el ángel no surgía de nuestro trozo de cielo sino que en algún lugar de Aranda vivía un chico que cada año "hacía" de ángel.

Así fuimos desprendiéndonos de nuestra ingenuidad y se nos fueron revelando otras verdades no menos terribles. Con las primeras ausencias en los preparativos adquirimos conciencia de la proximidad de la muerte o del desarraigo de la emigración. Me parece que fue así como empezamos a intuir que teníamos toda una vida por delante y aprendimos que a veces uno se va de los lugares que ama. Hasta que un día nos descubrimos a nosotros mismos repitiendo lo que tantas veces habíamos oído de los mayores, ¡cómo pasa el tiempo!

Hoy la bajada del ángel es una fiesta de interés turístico, que cada domingo de pascua atrae a miles de arandinos y forasteros, muchos de ellos desplazados de otros países y de continentes lejanos. Años ha habido que "nuestro" ángel ha aparecido en la televisión, ese armario doméstico con imágenes que ahora nos acompaña indefectiblemente todos las horas de nuestros días. No quiero ni pensar lo que sucederá cuando los japoneses lo descubran. Porque, vamos a ver, ¿cómo explicarles que "eso" que ellos fotografían compulsivamente fue para muchos de nosotros nuestro pequeño y particular trozo de cielo?

3 comentarios:

  1. Nuestro trozo de cielo... Ese que forma parte del camino de nuestra vida, esas costumbres que eran creencias de nuestro entorno. De alguna manera esas vivencias forman parte de nuestro sentir, de ser lo que somos. Todo cambia pero en muchos pueblos de esta piel de toro hay lugares a los que siempre vuelves en algún momento del año, puede que ya no se parezcan a nuestros recuerdos ni a nuestras creencias pero siguen siendo el nexo de unión de familias y amigos, intentando asegurar que las generaciones jóvenes den continuidad a los conocimientos, valores e intereses que nos hace diferentes aunque vivamos bajo el mismo cielo.
    Una hermosa entrada. Saludos afectuosos

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  2. Sí, ya sabes que no tenemos más patria que la infancia.
    Un gusto verte por aquí.

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  3. Que divertido, y que triste crecer.

    Besos

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