jueves, 6 de agosto de 2015

Aljezur y la Costa Vicentina

Dejamos atrás Grândola con la sensación de haber cumplido una ilusión juvenil y la pretensión de haber rendido homenaje a Zeca Afonso. Contentos, enfilamos el sur, hacia el Algarve, siguiendo la carretera de la costa. Esta parte del Alentejo, -allende el Tajo- entre Odeceixe y Burgau, forma parte del Parque Natural del Suroeste Alentejano y Costa Vicentina. Los folletos turísticos la definen como un algarve salvaje. Ciento diez kilómetros de costa bañada por un Atlántico que por aquí se muestra con toda bravura. Sines, Porto Covo, Vila Nova de Milfontes, Zambujeira do Mar, Arrifana, son algunas de sus playas.
Aunque las autovías portuguesas son excelentes y llevan casi a cualquier punto, esta vez optamos por carreteras secundarias para aproximarnos al máximo a la costa. Tenemos en mente un territorio salvaje y bucólico, ambientalmente protegido, cuando llegamos a Sines y a poco nos da el parasiempre. ¿Qué son esas torres?

Esas torres, muchas y muy altas, corresponden a un puerto industrial en el que se asienta una refinería, industrias petroquímicas y de construcción de contenedores. Varios buques esperan su turno para descargar en los enormes pantalanes portuarios. Todo ello en tamaño XXL. Bien empezamos, nos decimos con sorpresa.
Si los viajeros dan la espalda el centro logístico, Sines es una ciudad blanca y luminosa, como todas las del litoral, cuna del navegante Vasco de Gama. Su excelente emplazamiento ya fue apreciado por los romanos, los visigodos y los vándalos. En el siglo XII la zona fue conquistada por los árabes pero un siglo después fue encomendada a la Orden de Santiago. De aquellas glorias le quedan los restos de un castillo. De aquí partió al exilio el rey Miguel I en 1834, que se había enfrentado a su hermano Pedro, el fundador del reino brasileño. El macropuerto data de los años setenta del pasado siglo y, a simple vista, parece pujante.
Los viajeros pasan por Sines mirando de reojo a las altas torres metálicas, de las que salen unos humos poco alentadores, y siguen camino. Seguro que este tipo de industria es necesaria y que los sinienses estarán contentos con ella pero, a ojos de viajero, el paisaje el poco alentador.
La carretera costera conduce enseguida a Porto Novo, freguesía de Sines, que es la otra cara de la moneda. Desde aquí, mirando a la derecha, aún se ven las chimeneas de la petroquímica pero a la izquierda el paisaje es impresionante. Unos acantilados que se desploman en vertical sobre las aguas batientes, entre los que se resguardan unas playas blancas de arena finísima. Dunas, marismas, arrecifes -en Carrapateira hay uno de coral-, islotes, barrancos, bosquecillos, prados.
Ese es el paisaje de la Costa Vicentina. Entre Sines y Aljezur hay algún poblado, reforzado con construcciones turísticas, pero distantes de las playas de manera que quien quiera bañarse en ellas ha de recorrer un buen trecho a pie.
La viajera se embelesa ante tamaña demostración de la Naturaleza y se pone a disparar fotos como los pistoleros del Oeste, tac, tac, tac. Ahí abajo hay una playa protegida de todos los vientos, en la que toman el sol o pasean apenas una docena de personas. Ten cuidado, que puedes molestar a alguien, advierte el colega. ¿A quien voy a molestar aquí?, pregunto. A los nudistas que toman el sol, por ejemplo, me indica. En efecto, la playa idílica que he fotografiado con fruición resulta ser anti textil. Pero no creo que a nadie le interese mucho esa minucia dado lo abrumador del entorno.
Un poco más adelante los viajeros hacen un alto para refrescarse. Una veintena de coches han encontrado aparcamiento alrededor del chiringuito en el que, además de refrescos, ofrecen comida sencilla. Varios jubilados y familias con niños toman el sol en la playa cercana. Cerca, un grupo de jóvenes surfean las olas. Esa es la clientela habitual de la zona, nos dice el camarero. Aunque vienen muchos viajeros de Sevilla, que está ahí al lado, porque aquí las playas son igual de buenas que en Andalucía pero con menos gente, nos explica. 
El plan inicial de viaje es bordear toda la costa, doblar el Cabo de San Vicente y llegar a Lagos, el destino final. Pero en un cruce de caminos aparece un indicador que llama la atención de la viajera: Aljezur.
Aljezur, qué nombre tan bonito para una ciudad, digo. Por aquí han pasado los árabes, corrobora el colega. Podemos acercanos a verlo y atajamos hacia Lagos, propone, tiempo tendremos de ir al Cabo. Y así hacemos. Todavía lo estamos celebrando.
Por dondequiera que llegue el viajero a Aljezur encontrará un camino bordeado de montes bien cuidados, espesos, hermosos, que conducen a una población dividida en dos áreas: el casco antiguo, coronado por las ruinas del castillo, y la zona nueva, casas blancas en ambas.
Entre paradas, fotos y desvíos se ha hecho la hora de comer así que los viajeros se encaminan directamente a la parte antigua en busca de un restaurante. Atravesamos un puente medieval, torcemos a la derecha y nos encontramos con lo que parece una tasca de pueblo: Pont'a pé, reza el rótulo. Y dice verdad porque el edificio linda con otro puente que deja justo frente al mercado del pueblo.
Entramos en la supuesta tasca y, ¡oh, sorpresa!, encontramos un local muy bien acondicionado donde se nos han adelantado varios comensales. Las raciones en Portugal suelen ser abundantes y aquí hacen honor de ello. La comida resulta exquisita. Una pareja española que come a nuestro lado, pide de postre el pastel de higos y almendra. La herencia árabe, le digo al colega. Preguntamos al joven que nos atiende por el pastel de marras y nos explica que es la especialidad de la casa pero que puede servirnos un surtido de tartas, a ver qué nos parecen. Para que puedan degustarlo bien les voy a traer una ginginha y un licor de madroño, añade.
Creedme, no hay palabras -o la viajera no las conoce- para expresar la exquisitez de esos pasteles de receta antigua. Se elaboran con boniato, higos, almendras y, contra lo que pudiera parecer, resultan ligeros, suaves y riquísimos. Especialmente, el de higos. 
Aparte de la calidad de la comida, el lugar resulta muy agradable por la amabilidad del personal que nos atiende. Se está tan bien a la mesa y es tan amena la conversación que cuesta emprender el recorrido por el pueblo. 
El castillo es una fortaleza defensiva del siglo X, levantado por los árabes y tomado por los cristianos en el XIII, época de la que que data el fuero de Aljezur. Fue el último castillo en ser reconquistado en el Algarve. El terremoto de Lisboa de 1755 lo dejó tan malparado como se ve pero aún se mantienen en pie la cerca y dos torres que permiten imaginar lo que fue la fortaleza.
Los viajeros pueden contemplar desde este punto la privilegiada comarca que se extiende en derredor: el Cerro de Mós, las sierras de Espinhaço de Cao y Monchique. Y allá, en lontananza, el mar.

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