jueves, 13 de agosto de 2015

Lisboa y los Descubrimientos: El Monasterio de los Jerónimos y la Torre de Belém

Ya se ha dicho que la edad de oro lusa coincidió con el siglo de los descubrimientos. De aquellas glorias quedan muestras en todo el territorio nacional pero si algo lo expresa cabalmente es el Monasterio de los Jerónimos, un frontal de filigrana que se asoma a las aguas del Tajo un instante antes de que éstas se unan al océano.
La fachada está formada por el monasterio y una prolongación del mismo, levantada a mediados del siglo XIX, que acoge el Museo Nacional de Arqueología. Es aquí donde los visitantes deben acudir para obtener las entradas. Se ofrece la opción de adquirir un bono para visitar conjuntamente Monasterio y Torre de Belém o ambos y monumento a los Descubrimientos.
Los Jerónimos es el paradigma del estilo manuelino, así llamado en honor del rey Manuel I, que mandó construirlo a la vuelta de Vasco de Gama, en 1501, después de un viaje de cuatro años en el que había doblado el Cabo de Buenas Esperanza y abierto la ruta a la India por Oriente. Se construyó con los beneficios del comercio de las especias, el llamado “dinero de la pimienta”. Fueron sus arquitectos Diego Boitac y Juan del Castillo y perteneció a la Orden de los Jerónimos hasta la desamortización eclesiástica de 1834.
Conviene acudir a primera hora si se desea una visita sosegada porque ésta es una de las citas ineludibles de todo turista que pasa por Lisboa y se diría que, últimamente, los pueblos de Oriente están devolviendo los descubrimientos que Portugal hizo en el siglo XVI. Dondequiera que se vaya, pero en especial en los lugares monumentales, el viajero se topa con grupos y grupos de turistas orientales cámara en ristre como una invasión de termitas, dicho sea únicamente a manera de comparación numérica. Mientras esperamos que acabe de desalojar el claustro uno de estos grupos, que van con la urgencia de quien tiene poco tiempo y mucho que ver, comento con el colega: Ah, si Mao levantara la cabeza. Pues a lo mejor daba un pelotazo y se iba a tomar el sol en el Algarve, responde, entre foto y foto.
El claustro de los Jerónimos es la quintaesencia del estilo manuelino y la obra cumbre de Juan del Castillo. Las columnas, los arcos y la balaustrada son de una finura etérea, tanto si se observa desde la planta baja o desde el primer piso. En la sala capitular duerme el sueño eterno Alexandre Herculano, historiador y político muy estimado por los portugueses, “un hombre que conquistó para el futuro y para la historia algunas verdades importantes”. Son muy estimables los azulejos del refectorio, del siglo XVIII.
Desde el primer piso se accede al coro, el mejor punto de observación para contemplar la iglesia, un bosque de esbeltas columnas octogonales que se entrelazan en la magnífica bóveda, verdaderamente impresionante.
De vuelta a la planta baja, hay que ir buscando un espacio en la iglesia para poder disfrutar de su esplendor. En justo homenaje a sus hazañas, aquí se encuentra la tumba de Vasco de Gama. La talla, con abundancia de motivos marineros, es del siglo XIX. También duermen en esta iglesia el sueño eterno los reyes Manuel I y su esposa doña María, y Joao III y doña Catalina. Los mausoleos reposan sobre elefantes. Los viajeros observan con sorpresa el pomposo sepulcro de don Sebastián. Se trata de un tributo a la memoria del rey “Deseado” pues, como es sabido, don Sebastián jamás volvió de la expedición en la que aspiraba a conquistar Marruecos, desapareció en la batalla en 1578 y pasó directamente a la leyenda.
De vuelta al exterior, los viajeros admiran la fachada del Monasterio, un trabajo primoroso en el que Juan del Castillo mezcló motivos religiosos con otros que exaltan a los reyes portugueses. La viajera se embelesa en el amplio ventanal a la izquierda de la puerta.
Frente al monasterio pero a la orilla del río, se alza el monumento a los Descubrimientos, construido en 1960, en plena dictadura de Salazar, para conmemorar el quinto centenario de la muerte de Enrique el Navegante. Tiene el aire de una quilla que quisiera echarse a las aguas del Tajo, que corre a sus pies.

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